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Era un tipo elegante. Sin que se le moviera un pelo, arrasó con todos los récords del béisbol, llevó a los Yankees de Nueva York a lo más alto de los títulos mundiales durante años y se transformó en héroe nacional, ejemplo y figura del “hombre americano”, uno de los mejores beisbolistas de la historia de las Grandes Ligas. Conquistó a la mujer más deseada del planeta, una tal Marilyn Monroe, se enamoró en cuerpo y alma y logró casarse con ella, aunque duró un suspiro. Todos lo recuerdan como alguien “con clase” que aunque era serio y algo tímido, trataba siempre con gentileza a los medios y los aficionados que lo abordaban. Fue sin duda, más que uno de los más grandes deportistas de la historia y uno de los hombres más envidiados, un ícono cultural de los Estados Unidos, ovacionado por multitudes en cada rincón del país.
Y, sin embargo, sufrió como pocos. Joe Dimaggio nació hace 110 años y todavía el tiempo no logró apagar sus glorias deportivas, ni su impronta un poco arrogante de los que se saben leyenda, ni los estertores de su temperamental y dramática relación con Marilyn. Ya nadie llena de flores todas las semanas la tumba de la bellísima rubia, como él hizo durante veinte años, pero todavía circulan historias de su matrimonio tormentoso, marcado por el sexo, las drogas, los desencuentros y los celos enfermizos. Tampoco nadie pudo superar su récord de 56 juegos consecutivos bateando un hit, su reconocimiento como el deportista más grande de su tiempo ni su lugar en el Salón de la Fama.
Giuseppe Paolo DiMaggio (luego Joseph Paul) nació el 25 de noviembre de 1914 en Martinez, California, octavo de los nueve hijos de Giuseppe y Rosalía, una pareja de pescadores sicilianos que había emigrado a los Estados Unidos a comienzos del siglo XX. Parecía clarísimo que el destino del pequeño estaba en la pesca, como el de toda la familia, pero un detalle cambió la historia: Joseph Paul no soportaba el olor a pescado. Su padre insistía, lo obligaba, lo trataba de “inútil” y “vago” pero no hubo caso, las náuseas le impidieron siempre cualquier tipo de colaboración en la pequeña barca de los DiMaggio.
La familia se había mudado a San Francisco en 1915 y allí, durante la infancia, el mejor programa para Joe y sus hermanos Don y Vince era acercarse a los muelles para jugar al béisbol, un deporte con mucho arraigo entre los inmigrantes italianos. Inútil para la pesca, durante la adolescencia Joe se empleó en todo lo que encontrara a mano: vendió diarios, fue mozo, trabajó en una fábrica de conservas y en una embotelladora, cargó bolsas en el puerto… Y mientras, seguía despuntando el vicio con el béisbol.
Cuando Joe tenía casi 18 años, su hermano mayor, Vince, que ya jugaba en los Seals de San Francisco, le consiguió una prueba con el equipo y todo el mundo quedó asombrado: el chico era realmente bueno. Sin más vueltas lo contrataron. Poco después le tocó superar una lesión en la rodilla que podría haber abortado su carrera (se rompió los ligamentos al bajar de un salto del tranvía). Por ese tiempo los Yankees de Nueva York le echaron el ojo y, gracias a la lesión y a su inexperiencia, lograron comprarlo por poca plata. Así comenzó una historia gloriosa.
El 3 de mayo de 1936 hizo su debut en el estadio de los Yankees, que llevaban cuatro años sin ganar el título. Tras la aparición de Joe, conquistaron los cuatro siguientes y se transformó en ídolo. Todos los números de la carrera de DiMaggio con los Yankees fueron descomunales: con su elegancia como marca registrada, jugó trece temporadas, en las que disputó diez finales de las Series Mundiales y ganó nueve; consiguió la triple corona; y logró el récord aún no superado de 56 juegos consecutivos bateando un hit. Bateador invencible, fue la estrella de los Yankees, llenaba estadios y se transformó en el jugador más famoso de los Estados Unidos.
Mientras transitaba ese camino fabuloso en el béisbol, fue pasando la vida. Siempre le gustó el cine (era fanático de las películas de John Ford) y en 1937 aceptó un pequeño papel de extra en el film Manhattan Merry Go-Round, donde conoció a la actriz Dorothy Arnold, con quien se casó en noviembre de 1939 (la boda casi colapsó la ciudad, con miles y miles de personas tratando de ver a su ídolo). En 1941 nació su hijo, Joe Jr. Su imagen de patriota y ciudadano correcto creció más aún cuando en 1942, plena Segunda Guerra Mundial, se alistó como voluntario en el ejército: no lo enviaron al frente, obviamente, pero les enseñó a jugar al béisbol a decenas de militares.
Sin embargo, no todo eran mieles, la pareja no andaba bien, Joe fumaba como un condenado y padecía un dolor crónico que sería diagnosticado como úlcera gástrica. En 1944 Joe y Dorothy se divorciaron.
Joe DiMaggio se retiró del béisbol en 1951 y los Yankees le rindieron un homenaje espectacular en su estadio. Se retiraba cubierto de gloria, y comenzaba su segunda vida.
Él tenía 39 años, se había retirado del béisbol unos meses antes y era un héroe nacional. Ella tenía 27, ya empezaba a brillar en Hollywood y era una de las mujeres más hermosas del planeta, de una sexualidad infartante. Joe DiMaggio y Marilyn Monroe se conocieron en junio de 1952 en el restaurante Villa Nova de Los Ángeles. Los presentó un amigo a pedido de él, que moría por conocerla.
Dicen que en ese primer encuentro saltaban chispas del mantel. Hablaron, hablaron y hablaron. Se miraron. Después dieron vueltas durante tres horas en el auto de Joe, hasta que Marilyn tomó el toro por las astas y se lo llevó a su hotel. “El sexo entre nosotros era épico –le confesaría DiMaggio a su médico-. Truenos y rayos se instalaban sobre nuestras cabezas”. Se enamoraron locamente esa misma anoche.
El país entero estaba encantado con el romance. Era un cuento de hadas. Los dos bellos, exitosos, poderosos, en la cima de la gloria. El noviazgo fue convulsionado (con ataques de celos, infidelidades y demás yerbas) pero finalmente decidieron ir por todo. Se casaron el 14 de enero de 1954 en el City Hall de San Francisco. Una multitud los esperaba a la salida y los novios, a falta de ceremonia religiosa (ambos eran divorciados), posaron felices en las escaleras de la iglesia de Saints Peter and Paul.
Pero el cuento de hadas era sólo la antesala del desastre. Marilyn tenía una personalidad inestable, era depresiva, insegura, adicta a los fármacos. Joe era muy celoso, tenía arranques violentos y estaba empecinado en transformar a la Monroe, una bomba sexual explosiva, en una esposa que lo esperara en la casa con la comida lista y las pantuflas. El final estaba anunciado y así fue: el matrimonio duró sólo nueve meses.
Ya en la luna de miel arrancaron los problemas. Viajaron a Tokio, donde DiMaggio tenía que cerrar unos negocios con el béisbol, y Marlilyn aceptó una propuesta del gobierno americano para viajar a Corea a animar a las tropas estadounidenses. La rubia, claro, enamoró a marines, coreanos y japoneses, y Joe –que no quería compartirla con nadie- murió de celos.
Tampoco les fue mejor a la vuelta. Marilyn arrancó con el rodaje de una película que sería fundamental en su carrera: La comezón del séptimo año, de Billy Wilder. Para DiMaggio arrancó una tortura, odiaba que su esposa se mostrara sexy e irresistible frente a millones de espectadores (lo mismo que lo había enamorado a él) y además estaba convencido de que Hollywood se aprovechaba de las debilidades de ella y la usaba “como mercancía”. Marilyn, por su parte, seguía envuelta en sus inseguridades y su espiral de angustia y adicciones. Las discusiones entre ellos eran cada vez más irremontables.
Dicen que había gritos y golpes. Joe DiMaggio hijo, que en ese entonces tenía trece años, contó alguna vez que una noche los escuchó discutiendo fuerte, gritaban y pegaban portazos, que luego vio a Marilyn salir corriendo de la casa y a su padre persiguiéndola, y que a la mañana siguiente ella tenía el ojo morado. Algo parecido contaban algunos vecinos del muelle de pescadores de San Francisco, que ellos frecuentaban.
Todo terminó de volar por los aires el 15 de septiembre de 1954. Enfundada en un vestido blanco tremendo, Marilyn grabó en Lexington y 52 de Manhattan esa inmortal escena en la que se le levanta el vestido sobre la rejilla de ventilación del metro. Era la una de la madrugada pero se juntó una multitud de periodistas y curiosos. El rodaje duró tres horas y tuvieron que hacer catorce tomas en las que Marilyn lucía frente al mundo sus piernas increíbles, sus mohines perfectos… y su ropa interior. Los hombres aullaban de admiración y algunos gritaban barbaridades, las mujeres aplaudían como locas, los periodistas registraban cada detalle de una escena que pasaría a la historia, y mezclado entre ellos un Joe DiMaggio desencajado rumiaba odio sobre odio. La violenta discusión posterior fue la definitiva. Un mes más tarde Marilyn anunciaba el divorcio, desviaba la mirada y posaba sus bellos ojos y algo más en quien sería su nuevo esposo: el escritor Arthur Miller.
En 1966, el periodista norteamericano Gay Talese publicó en la revista Esquire una nota sobre Joe DiMaggio, que luego formaría parte de un libro (El silencio del héroe) y que sería uno de los mejores perfiles del gran ídolo deportivo. “A sus 51 años, DiMaggio era un hombre de aspecto distinguido, que había envejecido con la misma elegancia con que jugaba en el campo de béisbol, vestido de manera impecable, las uñas arregladas, su cuerpo de 1,85″, lo describe Talese. Habían pasado cuatro años de la muerte de Marilyn y DiMaggio seguía sin hablar de ella, con esa sobria discreción que mantuvo siempre sobre su relación con su ex esposa.
Talese de todas formas reconstruye cómo fue el vínculo entre ambos después del divorcio. En principio, un secreto a voces: él nunca la olvidó y siguió amándola hasta el último día de su vida, a pesar de que tuvo romances con varias mujeres. Cuenta Talese que un tiempo antes de la encontraran a Marilyn muerta en su habitación, Joe la sacó de un hospital psiquiátrico donde estaba internada y la llevó con él un tiempo a su casa de Miami para que se recuperara. También afirma que volvieron a estar juntos y que llegaron a planear volver a casarse, “pero ella murió antes de que pudieran hacerlo”.
Demudado, con un dolor infinito, él mismo se hizo cargo del funeral de su ex esposa y vetó la presencia de Frank Sinatra y mucha otra gente del espectáculo y la política (los Kennedy incluidos), a los que culpaba del horrible final de Marilyn. Dice Talese que DiMaggio repetía un lamento: “Si esos amigos no la hubieran convencido de que se quedara en Hollywood, ella todavía seguiría con vida”.
Durante 20 años, Joe envió tres veces por semana un ramo de rosas a la tumba de Marilyn. En 1982 dejó de hacerlo sin decir una palabra, como siempre. El halo romántico y la dignidad con la que sobrellevó el dolor acrecentaban aún más la figura de esta leyenda del deporte, ícono del gran sueño americano.
Murió el 8 de marzo de 1999 por un cáncer de pulmón. Tenía 84 años y nunca había vuelto a casarse.
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