domingo, 20 julio, 2025
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Pedro Subijana: Celebración y gastronomía están unidas desde el origen

Sentado en una oficina de su pequeño imperio, Pedro Subijana reprende sin perder la sonrisa a una asistente que le trae agua sin gas. “Deberías saber que solo tomo agua con gas”. Así, amable pero implacable, el chef construyó su carrera al frente de Akelarre, el restaurante con tres estrellas Michelin, ubicado en el hotel del mismo nombre, en la ladera del monte Igueldo, San Sebastián. Uno de los pocos restaurantes tres estrellas Michelin del mundo que cuenta con su propio hotel, miembro de Relais & Chateaux, y donde funciona otro restaurante, el Espacio Oteiza.

Este año cumple 50 años al frente de los fuegos. La primera estrella Michelin la ganó a los tres años de abrir, en 1978; la segunda, en 1982, cuando había tan solo siete restaurantes con dos estrellas en toda España, y la tercera, en 2007.

Su influencia no se limitó a los fuegos. Junto a Juan Mari Arzak fue el impulsor de una revolución culinaria a fines de los 70, con la eclosión de la Nueva Cocina Vasca. Años después, el gobierno de Felipe González lo convocó para que replicara lo que había hecho en San Sebastián en otras regiones del país y así surgió Saborea España. Cruzando las fronteras, fundó junto a Paul Bocuse y otros cocinero Euro-Toques International, una asociación que hoy reúne 3500 cocineros europeos y donde fue el primer presidente.

Combatió por décadas con políticos y funcionarios hasta lograr que se abriera la primera universidad de gastronomía, la Basque Culinary Center. Hoy insiste con que se enseñe alimentación y gastronomía en los primeros años de escuela.

Subijana está convencido de que en las raíces –la niñez y el terruño– está todo lo bueno por venir. Con esa convicción, en más de medio siglo de cocinar todos los días, ha impuesto la identidad de la cocina vasca en el mundo.

El restaurante Akelarre está ubicado en la ladera del monte Igueldo, en San Sebastián

–¿Por dónde pasa la identidad de la cocina vasca?

–La cocina vasca de un cierto nivel tiene algo más de cien años. Luego de la guerra con los ingleses y del incendio de la ciudad en 1813, los vecinos se fueron reuniendo para ver cómo recuperaban la ciudad y, cuando se reunían, comían. Así nacieron las sociedades gastronómicas que perduran hasta hoy, son los que los vizcaínos llaman “txocos” (chocos). Estas sociedades gastronómicas luego dieron origen a nuestra mayor fiesta, las Tamborradas, que celebran el santo patrono de San Sebastián cada 20 de enero. Celebración y gastronomía están unidas desde el origen.

–¿Cuándo supo que iba a ser cocinero?

–El verano de 1965, cuando había terminado la secundaria, me disponía a estudiar medicina, pero me enteré de que existía una escuela de hostelería en Madrid y fui. En mi casa había un culto a la gastronomía. Mi padre, nacido en París, era un pastelero muy bueno y cocinaba para las fechas especiales. Allí nació mi afición por la cocina, pero nunca pensé que podía ser una profesión. Mi abuelo paterno vivía en Anglet, el país vasco francés, y le gustaba llevarnos a toda la familia a los restaurantes de ambos lados de la frontera. Eso fue formando la idea de festejo en torno a la mesa. Comer en familia ya no existe en algunos países, comen en el sofá frente a la tv, alguna cosa que descongelaron del freezer. En mi casa la comida era sagrada. Todo el mundo debía sentarse a la mesa, bien compuesto, con las manos lavadas y se bendecía o no según quién estuviera en la mesa. Fue como una academia.

–Hablando de la infancia, ¿existe una comida para niños?

–Mi restaurante tres estrellas no es para niños, aunque algunas parejas traen a sus hijos muy bien preparados y comen el menú degustación. Yo he peleado 30 años para que se abriera la mejor escuela universitaria de gastronomía, la Basque Culinary Center. Y vengo peleando para que se imparta alimentación y gastronomía en las escuelas desde los primeros años. Voy todos los años a una porque es más importante que geografía o ciencias. Si los niños aprenden desde pequeños dónde han nacido, cuál es la cultura gastronómica de su país y región, cuáles son los productos y las épocas del año en las que están en su mejor momento, tendría una gran influencia en la economía y el presupuesto de salud del país. Los malos hábitos aprendidos antes de los 12 años son muy difíciles de modificar.

En el espacio Investigación más Desarrollo, su “aula de cocina”, Pedro Subijana experimenta con nuevos platos todos los días

–¿Cómo empezó la historia de Akelarre hace medio siglo?

–En 1970 aquí funcionaba una de las discotecas más famosas del mundo, también una cafetería y un restaurante. Yo gestionaba el restaurante. Mis jefes sabían mucho de discotecas y nada de restaurantes, tuvimos nuestras idas y vueltas y cuando en 1975 me iba a abrir mi propio restaurante, ellos me propusieron vendérmelo. Con mi mujer nos endeudamos y seguimos haciendo lo mismo que hacíamos cuando éramos empleados. Tuvimos momentos difíciles, pero lentamente las cosas empezaron a mejorar y, en 1978, nos dieron la primera estrella Michelin.

–¿Es un peso llevar las estrellas?

–Con dos estrellas hay quienes dicen “hombre, usted merecería tres”, pero si tienes tres lo único que pueden decir es “usted no merece tres”, porque cuatro no hay. Es un honor tener las estrellas, se siente superbién. No es una presión, pero sí una intriga. Las estrellas se ganan cada año desde cero. Michelin tienen sus inspectores y su sistema. En mi opinión es la mejor guía que existe, porque no hay trampas como en otras guías. Tener estrellas atrae clientela, pero ninguna guía es capaz de espantarte clientes si cocinas bien. Por lo tanto, lo importante no es que te den las estrellas, sino que seas autoexigente y autocrítico y no conformarte nunca.

–¿Cómo nace un plato?

–En el espacio I+D (Nota: Investigación más Desarrollo) que yo llamo “aula de cocina”, el sitio donde vamos experimentando todos los días y cuestionando lo que hacemos y sometiéndonos a una autocrítica feroz, pero positiva. Es donde paso más horas diarias. Trabajamos en una cocina aparte y, de cien pruebas, si una sale bien vale la pena. La mayoría no llega a buen fin porque yo soy terriblemente exigente y autocrítico. En mi equipo protestan, “Pedro lo primero que dice es no”, y luego empieza a mirar. Es que llevo 59 años trabajando en la cocina, alguna experiencia tengo, y me doy cuenta a primera vista lo que no va. Cuando un plato ya queda, filmamos su preparación y se suma al archivo con más de veinte años de recetas. Las pasamos en una pantalla grande para entrenar el equipo, o cuando vienen del Basque Culinary. El aspecto visual es importante, pero nunca puede estar por encima del sabor. Lo mismo que el relato: primero me tiene que gustar, no me vengas con milongas. Miramos la estética, la vajilla, pensamos una explicación para contar qué hay en el plato y punto.

«Celebración y gastronomía están unidas desde el origen», dice el chef

–¿Podemos ver un plato como una postal de un lugar?

–Cuando fundamos la Nueva Cocina Vasca y luego Saborea España, nos llamaban cocineros para “entrar”, y la respuesta invariable era que buscaran en su pueblo. Muchos insistían con que en su pueblo no había nada. “Si piensas que en tu pueblo no hay nada, empiezas mal”, les decíamos. Los instábamos a defender su pueblo y rescatar lo que tuviera de bueno porque seguro que lo habría. Y así, en cada ciudad, en cada región fue surgiendo una cocinera o cocinero con ganas, con ilusión, y el resultado fue que hoy España es sinónimo de alta calidad gastronómica. Sin darnos cuenta, inventamos el turismo gastronómico: pueblos que no tenían nada han generado un nombre, una riqueza a partir de su cocina. Mi ejemplo favorito es el de Gastón Acurio. Yo tenía una idea de Perú y cuando fui a su feria Mistura, la cambié totalmente.

–San Sebastián ha sido un semillero de grandes cocineros, ¿cómo es la relación entre ustedes?

–Cuando fundamos aquella asociación de cocineros, éramos diez, Juan Mari Arzak y yo fuimos los gestores. Luego se sumaron Martín Berasategui y otros más jóvenes. Yo tengo 76 años, Martín tiene 65 y Arzak cumplió 83 y se ha retirado porque le ha dado a la vida con todo. Cuando se lamenta, le digo que no se queje porque cualquier organismo al que le hubieran hecho lo que él le hizo al suyo, estaría muerto cuatro veces. La amistad que tenemos entre todos es uno de los mayores tesoros.

–¿Qué cocina en su casa?

–Me he mudado trece veces de casas, con mi mujer y mis tres hijos, y en cada una, lo primero fue hacerme una supercocina con una mesa para comer allí. Somos muy de familia y de reunimos en casa. Para los amigos tenemos el restaurante, que es una segunda casa. Cuando mis hijos eran pequeños –hoy la mayor tiene 52 años; la que dirige el hotel, 48 y mi hijo ,45–, yo era muy radical. Domingo al mediodía trabajábamos, pero a la noche cenábamos todos juntos y eso era sagrado. Y aún lo hacemos, con novios, parejas, nietos. Este domingo, por ejemplo, voy a hacer los crepes de txangurro que le gustan a mi hija Nerea (Nota: el txangurro es una especie de centolla). Mi mujer es valenciana, son ocho hermanos, con ellos hacemos una competencia feroz de paella.

Un cóctel que acompaña la experiencia en la terraza del restaurante

–¿Qué plato de San Sebastián sería como la paella valenciana?

–Las alubias de Tolosa, que son rojas y muy tradicionales. En muchos caseríos se han comido alubias todos los días del año, con verduras o con cerdo. En la costa, la merluza es el pescado vedette, y el bacalao también. En la era moderna se suma la chuleta de vaca. Cuando estuve en Buenos Aires me di cuenta de que no entendían nada de pescados, no sabían manejarlo, pero la carne era la más maravillosa del mundo, sobre todo la de mi primer viaje. En el último comí en Puerto Madero, y ya no fue lo mismo.

–¿Viene seguido a la Argentina?

–En mi primer viaje, en 1983, cuando tenían varias monedas, fuimos a participar de la Semana de Cocina Vasca en el hotel Libertador. Por supuesto que fui a una “taberna vasca”, las hay en todos lados, y la verdad es que me pareció un desastre. Pedí hablar con el presidente de Euskadi y pensamos en fundar una corporación de las casas vascas para que cumplieran con estándares que reflejaran nuestra cultura gastronómica, y duró un tiempo. En aquel viaje fui con mi mujer, que se llama Ada, como una cocinera muy nombrada, Ada Concaro. Estuvimos con ella en su restaurante Tomo I, un gran recuerdo. Eran los días efervescentes previos a las elecciones del 83. Nos encantó la inmensidad de la Argentina y su diversidad.

–¿Por qué le puso Espacio Oteiza al segundo restaurante?

–Yo era muy amigo de Eduardo Chillida y su familia, pero he tenido también relación con Jorge de Oteiza, que venía mucho al restaurante -ellos no se llevaban bien–. Una vez Oteiza me regaló una escultura pequeña y con un punzón escribió: “Para Pedro cocinólogo”. Cuando venía a comer me preguntaba por qué la tenía en mi oficina, si me la había regalado para que se viera. “Regálame una de dos toneladas entonces, porque esta pequeña me la pueden robar”, le dije. Finalmente encontramos un sitio para ponerla protegida y lo invité. Fue cuando abrimos el restaurante del segundo piso y le pedí permiso para ponerle Espacio Oteiza, donde está su escultura en la puerta.

Los pescados y los mariscos, especialidades de la casa

–¿Tiene pensado retirarse?

–Mi proyecto de vida son doscientos años. Me llegará cuando me llegue, pero no estoy pensando en eso. Cuando a los 18 años hay que elegir a qué te vas a dedicar, lo más fácil es equivocarse. Yo he tenido la suerte de acertar, pero también de autoconvencerme porque he tenido días en los que quería tirar todo por la borda. Para usar una expresión española, yo pierdo el culo por hacer feliz al que viene a mi casa, quiero que salga de aquí dando saltos de alegría. Me ha pasado que me han abrazado con lágrimas en los ojos. Con tanta gente que se dedica a joder al prójimo, dar un rato de felicidad, se siente maravilloso. El mejor piropo que me han hecho en mi larga vida de cocinero, fue uno que me hicieron a los pocos años de llegar a Akelarre. Fui a saludar al salón, y una pareja de cierta edad, me dijo que se habían acordado de un restaurante al que habían ido hacía unos años en Irache, en Navarra. Y el cocinero era yo. Me pareció una bomba porque reconocieron mi estilo.

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