El destino nos golpeó con una fuerza inesperada aquel día 29 de julio del 2014. Un accidente. Volvíamos de unas mini vacaciones de invierno en Mendoza cuando un camión cruzó en nuestra trayectoria, partiendo el auto en mil pedazos y nuestras vidas también. Mi hija Brisa y yo quedamos atrapadas entre hierros y dolor. Ella, con apenas ocho años, sufrió un traumatismo encéfalo craneano severo. Su cráneo estaba trizado como el parabrisas, tenía una burbuja de aire en un pulmón y eso no le dejaba respirar bien, requería una cirugía urgente: una descompresión cerebral. Era la única posibilidad de salvarla. Los médicos no eran optimistas, pero yo decidí intentarlo. Teníamos que luchar.
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¿Darse por vencido? Ni en chiste
Brisa fue operada, le realizaron una craneotomía y al quitar el hueso su cerebro creció cuatro centímetros sobre su cráneo, ella se encontraba en coma farmacológico. Durante ese tiempo sus heridas fueron sanando, le hicieron una traqueotomía y también le colocaron un botón gástrico.
Cuando finalmente llegó el día de quitarle la sedación, Brisa no despertó, había entrado en coma vigil profundo, conectada a máquinas, inmóvil, con los ojos cerrados, ausente. Era un estado límite, sin certezas, solo esperar. Y en esa espera, mi amor de madre se volvió guía. Mientras los médicos hablaban de estadísticas, yo le hablaba al cielo. Rezaba. Le hablaba a Brisa. Y lo más increíble: yo sabía que ella me escuchaba.
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La vida cambia en un instante
Una vez había oído sobre las madres canguro, son mamás de bebés muy prematuros que los llevan pegado a su pecho para que sientan el calor del cuerpo y los latidos, entonces decidí hacer lo mismo, que ella escuchara los latidos de mi corazón, pero no fue fácil porque Brisa estaba conectada a un respirador y con muchos cables, tomé su mano, la apoyé sobre mi muñeca y traté de que sintiera mi pulso, me quedé observando el monitor y a los pocos segundos su pulso comenzó a subir, poco, pero había una diferencia, le dije a la doctora y el darse cuenta me permitió estar en la terapia más tiempo y así comenzamos un camino de vuelta, poco a poco Brisa estaba volviendo.
Pasaron semanas, luego meses. Cada cambio en su cuerpo, cada movimiento, cada reflejo, era una señal. Aprendí a leer su cara, a entender sus lágrimas, le hacía masajes en sus piernas y brazos, trataba de que sintiera mi calor.
Me capacitaron para asistirla: aprendí a cambiar su cánula de traqueotomía, a pasarle alimentación por sonda, a aspirar secreciones. Cuando otros la tocaban y sus lágrimas caían, yo sabía que el dolor estaba ahí, porque al hacerlo yo, ella no lloraba, aunque no pudiera expresarlo. Yo debía ser sus manos, su voz, su todo.
Luego de unos meses estábamos listas para el viaje de regreso, nos trasladarían en avión sanitario para estar más cerca de casa. Ya en Buenos Aires, iniciamos una nueva etapa y su cuerpo inerte comenzó lentamente a reaccionar. Su espasticidad era severa, su lenguaje estaba ausente, su movilidad era nula. Pero cada mínimo avance era un mundo. No sabíamos si volvería a caminar, a hablar, a sonreír… pero nunca dejamos de intentarlo. Rehabilitaciones intensivas, cirugías posteriores, férulas en sus piernas, en su brazo izquierdo, tratamientos, una rutina desgastante. Su infancia se interrumpió, pero su voluntad jamás se quebró.
Yo como mamá sentía que era mucho, pero también sentía que era poco, compré unas pelotitas con luces y sonidos y cuando estábamos solas apagaba todas las luces y encendía las pelotitas, las hacía sonar esperando una respuesta y nada pasaba, hasta que una mañana, mientras le hablaba, ella abrió los ojos y mi mundo volvió de a poco a renacer, Brisa comenzaba a reaccionar, era un milagro, el primero de muchos, no se explicaban cómo, ni tampoco quería explicación, ella reaccionaba y era lo importante.
Durante años no tuvimos descanso. Dejé todo para ser su sostén. Día y noche, sin pausa, sin quejas. El dolor físico de ella era mi dolor emocional. El llanto de frustración de ella, era mi motor para seguir. Su cuerpo hablaba en silencio y yo ya sabía escucharlo. Las noches eran eternas. Las madrugadas, de insomnio y oración. Pero Brisa fue avanzando, ya había abierto los ojos, ahora necesitaba escuchar su voz, quería que me volviera a decir mamá y no iba a parar hasta lograrlo, le hablaba al oído y le repetía que me dijera mamá una y otra vez, todo el día y todos los días, hasta que en un momento respiró profundo y con una voz ronca me gritó: MAMAAAAA, ese grito hizo temblar mi cuerpo y mi alma, grité para que vinieran todos, quería que escucharan su voz.
Reaprendió a sostener su cabeza, a mover sus brazos, a controlar su tronco, a pronunciar palabras. Cada logro era una victoria frente al destino. Ella quería todo, el NO, no estaba en su vocabulario. Luchó contra todo pronóstico, cuando pudo sostener un lápiz me pidió volver al colegio, primero vino una maestra a la clínica para ayudarla, su memoria se había borrado parcialmente, pero sus ansias de aprender eran muy fuertes.
La escuela fue otro campo de batalla, hubo adaptaciones, idas y venidas. Pero Brisa aprendía. Su mente brillaba más allá de las limitaciones físicas, comenzó con una maestra integradora que la acompañaba en sus horas de colegio.
Ese año tomaban la comunión, comenzó sus clases de catequesis y se confesaba una vez por semana, en una de esas confesiones me dijo que le había prometido a Dios que si la ayudaba a caminar iba a ser siempre una buena persona. Y se lo propuso, empezó a trabajar fuerte en sus terapias de kinesiología, cuando llegó el gran día fue con su silla de ruedas hasta la puerta de la iglesia y me pidió el andador que habíamos llevado, se paró con mucho esfuerzo y comenzó a entrar despacio pero con firmeza.
Contra todo pronóstico, volvió a caminar. Más lento, más inestable, pero lo logró, la silla de ruedas había quedado atrás.
También volvió a escribir, a leer, a expresarse. Volvió a vivir.
Pero se quedó sin amigos. No la invitaban a cumpleaños. No hubo boliches, ni fiestas.
Una tarde, conversando con ella, me dijo que en el patio del colegio era la invisible, a la que nadie le hablaba de su grupo y eso dolió, no se puede luchar contra la sociedad. A veces, la invisibilidad dolía más que cualquier diagnóstico. Verla relegada, siendo la misma niña dulce, inteligente, amorosa, era desgarrador. Nadie sabía cuánto había luchado, cuánto había costado cada paso, cada sonrisa.
Brisa luchaba día a día y se estaba preparando para una nueva batalla que llegaba silenciosa, una noche después de cenar nos fuimos a dormir y a la madrugada me despertó un ruido raro, corrí hasta su cama y la encontré temblando, vomitaba, se había hecho encima, la levantamos con su hermana y corrimos al sanatorio, fue su primera crisis de epilepsia, y venía para quedarse. Otra vez tuvimos que volver a pelear contra algo que aparecía cuando quería y sin avisar.
El día de su cumpleaños de quince fue distinto. Quisimos que tuviera una celebración significativa, rodeada de amor verdadero, de quienes sabían de su camino. Fue un homenaje a su valentía, a sus años de esfuerzo, a cada obstáculo vencido. Luego, llegó su viaje de egresados a Bariloche. Fuimos juntas. Ella, feliz, independiente dentro de sus posibilidades, demostró que no hay límites cuando hay decisión.
Pero la vida volvió a interrumpir su calma. Luego del viaje, aparecieron síntomas extraños: dolor de cabeza, molestias en las piernas, signos confusos. Otra vez estudios, internación, incertidumbre. El diagnóstico fue un nuevo mazazo: esclerosis múltiple. Una enfermedad crónica, impredecible. Otra vez el miedo, otra vez la lucha. Tratamientos con corticoides, nuevas terapias, cuidados estrictos. Pero ahora teníamos más herramientas: experiencia, fortaleza, red de apoyo. Y Brisa, como siempre, resiliente.
En medio de esa nueva batalla, también yo enfrenté problemas de salud, apareció una enfermedad dura que no quería escuchar, me enfrenté a un cáncer de útero, a lo que le siguieron cirugías, agotamiento. Con el apoyo de mis hijas Brisa y Nicole, mi pareja, familia y amigos pude salir adelante y aprendí que cuidarla también implicaba cuidarme. Que podía ser fuerte y frágil al mismo tiempo. Que el amor no siempre sana, pero sostiene. Que ser madre era mi forma de resistir.
Y entonces luego de tantas batallas llegó lo inesperado. En una consulta neurológica, con los últimos estudios en mano, el médico frunció el ceño. Algo no encajaba. Comparó imágenes actuales con las antiguas. Miraba y volvía a mirar. Y finalmente dijo:
—La lesión está desapareciendo.
Le pregunté si era común, dijo que así de esa manera sin medicación, sin tratamiento era raro, uno en un millón, también dijo que había muchos factores, que no podía garantizar que no volviera a suceder pero que esta lesión ya era pasado, quizás de vieja la esclerosis múltiple podía volver, pero eso sería por la edad.
No es habitual. No hay explicación científica clara. Pero el daño en su cerebro estaba retrocediendo. El médico, emocionado, nos dijo:
—Esto es un milagro. Y vos, Brisa, sos ese milagro.
Lloré, lloramos, pero no de tristeza, sino de alivio, de agradecimiento, de fe renovada, de esperanza.
Hoy Brisa sigue enfrentando desafíos, terminó el secundario, intentó estudiar ingeniería en sistemas pero su cabeza aún no está preparada, sigue buscando una carrera acorde a sus necesidades y gustos.
Actualmente tiene diecinueve años y muchos sueños por cumplir. La vida no le da tregua. Pero camina, ríe, sueña. Estudia, crea, ama. Y yo sigo a su lado, como siempre. Ya no solo como su madre, sino como testigo de una historia que desafió a la muerte, a la ciencia, al destino.
Este texto no es solo una memoria. Es una prueba de que el amor, cuando es verdadero, no retrocede. De que la fe no evita las tormentas, pero acompaña mientras llueve. De que el dolor se transforma, si se sostiene con esperanza. Y de que los milagros existen, incluso cuando llegan bajo la lupa.